*El rol de San Francisco de Asís en la difusión del pesebre
*La tradición del festejo de Nochebuena se impuso con el
tiempo y varios siglos después del acontecimiento histórico.
09:25 PM 24 DIC. ROMA *-. El polemista inglés Gilbert Chesterton escribió alguna vez que aún el espíritu más
incrédulo o agnóstico llega a conmoverse, una vez al año, con la escena
navideña del niño en un pesebre. Más allá de que sea cierto -o, al menos
que lo siga siendo, tantas décadas después de afirmado este axioma-, la Navidad se mantiene como un
acontecimiento culturalmente persistente, que nos reencuentra con las más
remotas fuentes de nuestra tradición religiosa.
Desde el fondo de los siglos, la Iglesia Católica ha impreso
al curso del año una fuerte impronta sobrenatural, donde se suceden
circularmente los tiempos y las fiestas del calendario litúrgico. Sin duda,
esta nota de misterio religioso era antes más acentuada (para los mayores de
cincuenta, baste recordar, por ejemplo, la experiencia de la Semana Santa, en
los tiempos de nuestra propia infancia), cuando lo sagrado y lo milagroso
actuaban como referencias de la vida diaria para grandes sectores de la
sociedad. Pero los procesos de
secularización y vaciamiento de sacralidad acaecidos con creciente aceleración
en el mundo occidental, inciden en la progresiva pérdida de aquellas
marcas cronológicas, que encontraban su punto de mayor intensidad en
determinadas festividades.
La Navidad era una de ellas, aunque no fue de las más
antiguas. Ciertamente, no se la registra al comienzo y su institución en el rito latino data del
siglo IV (incluso algún autor la ubica incipientemente un poco antes),
más específicamente en el ámbito de la Sede Apostólica, que comenzó a
celebrarla cada 25 de diciembre.
La Navidad se ha ido secularizando pero permanece como un
acontecimiento cultural y socialmente relevante en gran parte del mundo
El día de celebración trae a debate la fecha exacta del nacimiento de Jesucristo, una
cuestión imposible de precisar. Los Santos Padres discreparon en sus
conjeturas, lo mismo que autores profanos. A partir de Clemente de Alejandría
se la ubicó entre el 17 de diciembre y el 19 de mayo, con años natales que
oscilaban entre el 747 al 749 desde la fundación mítica de Roma.
Hipólito, en el siglo III, en su Comentario al Libro
de Daniel, fijó la fecha del 25
de diciembre, que luego aceptó el Calendario o Cronógrafo Filocaliano
del año 336. De estas dos fuentes nació la tradición decembrina, que se
oficializó poco después.
Por su parte, la
Iglesia Oriental comenzó a celebrar en los primeros días de enero la fiesta de
la Epifanía del Señor, que abarcaba el conjunto de sus tempranas
“manifestaciones” (ello significa, precisamente, la palabra griega “epifanía”),
es decir, los primeros misterios en la vida de Jesús: nacimiento, bautismo y
adoración de los Magos.
La adoración de los pastores en el pesebre de Belén, en un
grabado devocional del siglo XIX
ENTRE EL PAGANISMO Y
EL CRISTIANISMO
La fijación de la fecha del 25 de diciembre podría hundir
sus raíces en una cuestión que hoy llamaríamos de sociología pastoral, mediante
la cual la Iglesia apropiaba en su
favor las costumbres paganas del pueblo, pero revestidas ahora de
sentido cristiano.
El teólogo y liturgista alemán Joseph Pascher -uno de los
expertos que prepararon la reforma litúrgica del Concilio Vaticano II- ha
señalado que la elección de ese día responde a una razón clara y simple: se trata del solsticio de invierno,
el día natal del Dios Solar.
El Emperador Aureliano había decretado en esa fecha una
fiesta en honor del “Sol Invictus”. El culto solar en su variante mitraica (los
misterios de Mitra) era la única
religión que aun podía competir con el creciente cristianismo en el ecúmene del
Imperio Romano.
A esta idea mística intentó también aferrarse Juliano el
Apóstata, en un intento frustrado por revertir el giro de la historia, echando
mano a aquellos ritos solares que, 1.500 años antes, había tratado de imponer
en Egipto el faraón Amenophis IV: el Atón del disco solar, dios benéfico y
vivificante en la Tierra y ordenador del Cosmos.
La fecha del nacimiento de Jesús fue fijada más por motivos
sociológicos que históricos. La fiesta de Navidad recupera una antigua fiesta
romana
El día venia elegido, pues, con inteligencia y conformaba la
psicología popular: en el solsticio invernal, el astro diurno se halla en su
punto más bajo, y para la mentalidad primitiva, esa mengua presagia su ocaso,
una derrota ante la potencia de las tinieblas. Pero, de a poco, se irán
alargando los días, y el sol va ganando fuerza como astro invicto e invencible.
Sin embargo, no
fue fácil derogar la tradición pagana supérstite en la ciudad de Roma:
todavía San León Magno (pontífice entre 440 y 461) dice haber contemplado de
qué modo, aún sobre la escalinata
de la mismísima basílica de San Pedro, los peregrinos “volvían su rostro al sol
e inclinaban su cabeza en señal de reverencia al disco solar”.
En suma, ante la falta de una fecha históricamente cierta
del nacimiento del Redentor, la Iglesia apeló al simbolismo del sol no vencido,
personificado ahora en Cristo, Sol de Justicia, en una ciudad donde el 25 de
diciembre era una festividad solar aceptada por la costumbre de la heliolatría
antigua. En cualquier caso, queda muy evidenciado el origen romano de la
fiesta.
Pero hubo algunas opiniones diferentes acerca de cómo se
llegó a esta efemérides natalicia del día 25 de diciembre. El liturgista
Duchesne conjeturó que se había partido a la inversa, contando desde la fecha
en que se databa la muerte de Jesús, que, según los Evangelios, fue
inmediatamente antes de la Pascua judía (aunque los tres sinópticos -Mateo,
Marcos y Lucas- difieren en un día respecto de la versión de Juan).
La tradición patrística latina fue fijando esa fecha el 25
de marzo. De ahí que se supuso que
Cristo, como “hombre perfecto”, solo habría vivido un “número perfecto” de
años, ya que toda fracción se juzgaba deficiente. Entonces, continúa
Duchesne, suponiendo que la concepción de Jesucristo fue el 25 de marzo, se
estimó el 25 de diciembre como más probable día natal.
Lo cierto es que la
celebración local romana se propagó prontamente y comenzó a observarse
en el resto de la Iglesia latina y también en el Oriente cristiano
-paulatinamente en Constantinopla, Antioquía o Jerusalén y mucho más tarde en
Egipto-, separada ya de la Epifanía.
Adoración de los Reyes Magos/El Bosco (1485-1500)
La fuerza simbólica de la fiesta se impuso también en la
franja limítrofe entre la religión y la política, ya que se eligió la Navidad
tanto para el bautismo en Reims de Clodoveo y la cristianización del reino de
los francos, como para el bautismo de los catacúmenos de Britannia por parte
del monje Agustín. Y, previsiblemente, en la Navidad del año 800, Carlomagno
fue coronado como cabeza del Sacro Imperio.
LA PRÁCTICA DE LA
CELEBRACIÓN
En cuanto al modo de su celebración, fue cambiando con el
tiempo, caracterizándose por el rezo de tres misas: con la primera, a la medianoche, misa “del Gallo”,
se honraba el nacimiento en Belén,
con la segunda, en la aurora, el
homenaje de los pastores, y con la tercera, matutina, su manifestación universal.
El canto típico de la Misa de Medianoche era el “Gloria in Excelsis…” (Gloria a
Dios en el Cielo…) que reitera el
rezo laudatorio que entonaron los ángeles ante el pesebre de Belén. En
España, andando el tiempo, hasta se acompañaba este cántico con zambombas,
castañuelas, panderetas y otros ritmos populares, que obviamente no formaban
parte del ritual.
Esta situación de evocar la
nocturnidad del nacimiento viene basada en la mención del Evangelio de
Lucas, de que el anuncio a los pastores ocurrió “mientras hacían guardia sobre sus rebaños”. Ello
explica también la celebre estrofa de la canción que dice “noche de paz”.
Pesebre en Bogotá- COLPRENSA -RAÚL PALACIOS)
En la Edad Media, la
festividad concluía con muestras de enorme algarabía y obsequios de dulces en
las casas, luego reemplazados, en España, por los clásicos turrones y
mazapanes ibéricos. De ahí la persistencia en nuestras costumbres manducatorias
de altas calorías en la mesa de Nochebuena.
Según el monje benedictino Andrés Azcárate, que vivió
durante muchos años en la abadía del barrio de Belgrano, en Roma, tras el
último oficio matinal, el Papa recibía la tiara de una sola corona (llamada
“regnum”) que era la que entonces existía, y, escoltado por su séquito de cardenales, obispos, clérigos y
funcionarios de la Curia, marchaba a caballo hasta su palacio en Letrán, para
disfrutar del banquete navideño (que era un almuerzo), previo reparto
de dádivas en monedas a su comitiva, como era antes costumbre imperial.
Lo curioso es que los convidados, incluido el Pontífice, se
sentaban a la mesa revestidos de sus ornamentos sagrados, como si continuara la
ceremonia religiosa.
Constantino, el emperador que puso fin a la persecución a
los cristianos. Su madre, Elena, viajó a Tierra Santa y ubicó la cueva donde
nació Jesús
LOS “NACIMIENTOS”
Si bien no estaban establecidos por las normas litúrgicas,
los nacimientos o “pesebres” o “”belenes” se hicieron muy populares en las
iglesias.
Se cree que con el
hallazgo del lugar del nacimiento de Jesús por parte de Santa Elena, madre del
emperador Constantino, comenzó a revivirlos como tradición devocional y piadosa.
La llamada “cueva del nacimiento” fue un sitio de especial veneración y hubo
santos, como San Jerónimo y sus discípulas Santa Paula y Santa Eustaquia, que
eligieron su cercanía para morar, orar y ser sepultados.
El emperador Constantino levantó sobre la cueva una basílica
y, a imitación de ella, en algunas diócesis, se erigieron templos de la
Natividad en cuyas criptas se excavaba una caverna que remedaba la cueva de
Belén. Una de las más célebres fue la
“capilla del pesebre” de la basílica romana de Santa María la Mayor,
reconstruida por Sixto III.
La tradición afirmaba que aquel Papa, que reinó entre el 432
y el 440, había puesto allí una réplica exacta del pesebre original, a la cual
se añadieron, luego, reliquias del auténtico, que trajeron desde Jerusalén los
sucesivos peregrinos: el
“cunabulum” o fragmentos de la cuna, y el “panniculum” o retazo del pañal en
el cual María habría envuelto al bebé.
El pesebre de la Iglesia Santa María la Mayor, en Roma. Se
lo considera el más antiguo
Una curiosidad del programa iconográfico de este templo
(levantado sobre un antiguo santuario pagano) es que, entre la serie de los magníficos
mosaicos que narran la vida de la Virgen, no se hallaba la Natividad. La razón
es que, existiendo la capilla del pesebre cerca del altar mayor, resultaba
superflua cualquier otra representación del mismo tema.
Al mismo tiempo, entre
los siglos IV y VII, los pintores y escultores comenzaron a representar de un
modo bastante naive la escena del nacimiento, en la cual el niño aparece
rodeado por María y José, entre un buey, un asno y los pastores que lo
visitaron aquella noche luminosa.
Una representación "naive" de la escena del
nacimiento, en la iconografía de un vaso del siglo VII (P. Andrés Azcárate,
"La flor de la Liturgia")
El buey y el asno forman parte de un bestiario navideño recreado en base a una cita del profeta Isaías y a otra del
profeta Habacuc. Algunos
Padres de la Iglesia interpretaron esos textos como indicando taxativamente que
aquellos dos animales, tan comunes en los establos, habían rodeado al recién
nacido.
La idea del
nacimiento en una gruta natural donde se guardaban rebaños (algunos
autores han señalado que eran terrenos pertenecientes al templo de Jerusalén
donde se criaban ganados destinados a los sacrificios, anticipando de este modo
el futuro final del recién nacido) fue elaborada, también, por los Padres de la
Iglesia, en base al párrafo evangélico que menciona que la posada no disponía
de alojamiento para aquella familia venida de Nazaret, que llegó a Belén para
anotarse en el censo decretado por el Emperador Augusto. Allí sorprendió el
parto a María. Y la pobreza de aquel recinto pastoril quedó establecida en el
imaginario teológico como marca de
humildad para la encarnación del Salvador.
Sin embargo, los
artistas de todos los tiempos han preferido desdeñar esta tradición “grutesca”
en favor de una especie de choza o de cabaña o casilla para resguardo de los
animales, muy modesta. Ni siquiera el historicismo iconográfico
erudito de un Gustavo Doré pudo
escapar a esta tentación, al momento de ilustrar el episodio de la adoración de
los pastores, uno de sus magníficos 231 dibujos bíblicos, pasados luego a
planchas de grabado.
El nacimiento y la adoración de los pastores, según la
versión del eximio ilustrador Gustavo Doré
Según el abate Martigny, también existe alguna
representación del nacimiento en un sarcófago antiguo, que muestra a San José
de pie junto al Niño, sosteniendo en la mano izquierda el tallo de lis (más
tarde convertido en azucena) que la iconografía le asignó luego como atributo.
La escena del
nacimiento fue muy utilizada en las primeras tumbas cristianas, ya sea
el Niño y sus padres, o solamente rodeado del buey, el asno y los pastores,
según lo han verificado los arqueólogos eclesiásticos italianos del siglo XIX.
No tardó el gusto popular, inclinado al pintoresquismo, al
naturalismo y a la viñeta de tinte rural, en adoptar aquella dupla de animales
de campo como protagonistas infaltables de los “pesebres”.
El próximo paso fue acompañar el dispositivo iconográfico con ese género musical navideño por antonomasia
que son los villancicos.
LA PRÁCTICA
FRANCISCANA DEL PESEBRE COMO INSTALACIÓN
Pero fue San
Francisco de Asís, en el siglo XIII, quien difundió los nacimientos o
pesebres como un recurso
de pedagogía y apostolado, capitalizando las notas de poesía naturalista y
las pulsaciones de ternura que propone la escena; él era, al fin y al cabo, un
consumado poeta.
En el siglo XII, San Francisco de Asís apeló a los
nacimientos o pesebres como un recurso de pedagogía y apostolado
Se ha dicho que en
la Navidad del año 1223, mientras predicaba en una zona rural, lo
sorprendió el frío del invierno y pudo refugiarse en una ermita, dentro de la
cual se dedicó a la oración y a la meditación. Así vino a su mente la inspiración de reproducir mediante una instalación
viviente la escena del Nacimiento según la narración de San Lucas.
Para ello convocó a los campesinos de los alrededores, quienes concurrieron,
como los antiguos pastores. Y también consiguió un buey y un asno.
Al parecer, los
frailes franciscanos perpetuaron esa costumbre y la trajeron a América, donde
arraigó exitosamente.
“La dirección de los espíritus serios se carga, luego de
varios años, de un ardor de buen augurio respecto de los orígenes cristianos”.
Esto decía el citado abate Martigny al prologar su monumental Diccionario de las Antigüedades
Cristianas, en 1864.
Sería exagerado pensar que lo mismo ocurra en el presente.
Pero, tal vez, la curiosidad por
comprender el origen de ciertos ritos y el alcance de ciertos símbolos, como la
Navidad y el pesebre, sea un motivo de búsqueda de aquellas vertientes
arquetípicas de nuestra cultura religiosa, que como el cauce seco de
un río antiguo (según la expresión de Carl Jung), cada tanto vuelven a fluir.
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